Tal y como dice Óscar Alzaga, uno de sus padres, “el sistema electoral español es infinitamente más original de lo que parece a primera vista, y es bastante maquiavélico”. Partiremos, como solemos, y como creemos que se debe hacer, mirando un poco hacia atrás y viendo cuándo, cómo y por qué surge nuestro actual sistema electoral. En 1977, los sondeos preelectorales concedían a la futura Unión de Centro Democrático un 36% de los votos. En tanto que el partido de Adolfo Suárez era uno de los que llevaba las riendas la transición que culminó en la ley recogida en la Constitución de 1978, se consideró que debían hacer algo para que, con todo y tener una minoría de los votantes, pudiesen llegar a gobernar el país. Para esto, idearon un mecanismo que favoreciese a las zonas rurales, donde UCD tenía más partidarios, frente a las zonas industriales. Con esto se consiguió que el partido consiguiese 166 diputados con 6.310.191 votos (38.014 votos por diputado) mientras que el Partido Comunista de España sólo obtuvo 19 diputados con sus 1.709.890 votos (89.994 votos por diputado). Pero esto no es parte del pasado. En las elecciones de 2011, el Partido Popular obtuvo 186 diputados y 10.830.693 votos (58.229 votos por diputado) mientras que Izquierda Unida sólo consiguió 11 diputados con sus 1.680.810 votos (152.801 votos por diputado). ¿Dónde está la trampa? Esto se debe a que nuestros votos no van al conjunto del Estado, sino que se dividen en provincias. Así, España consta de 52 circunscripciones, y como en cada provincia el número de habitantes es distinto, también lo es el número de votos necesario para conseguir un diputado (en Soria son necesarios unos 20.000, mientras en Madrid se necesitan unos 100.000). Obviamente, las provincias más habitadas son las más perjudicadas. Mi voto, como ciudadano de Barcelona, vale mucho menos que el de la mayoría de habitantes del resto del Estado. Pero esto es sólo la punta del iceberg.
El actual sistema fomenta el bipartidismo
Por si lo anteriormente mencionado pareciese poco, también debemos enfrentarnos a la Ley D’Hondt, creada a finales del siglo XIX por el jurista belga Victor D’Hondt. Esto hace que en cada circunscripción, de entrada, se excluyen todas las candidaturas que no hayan obtenido el 3% de votos válidos emitidos (esto excluye la abstención y el voto nulo, pero cuenta el voto en blanco). El resto de candidaturas se ordenan de mayor a menor según el número de votos obtenidos. Después se dividen los votos obtenidos de cada candidatura por 1, 2, 3… hasta el número de escaños correspondientes a la circunscripción. Tras esto, se escogen los escaños cuyas candidaturas logren los mayores cocientes en orden decreciente. Lo cierto es que esto puede sonar complicado pero con un ejemplo se verá que es muy sencillo: Imaginemos una circunscripción que dispone de 5 escaños y se han emitido un total de 258 votos válidos. El partido azul logra 100 votos, el partido rojo 80, el morado 70, el naranja 5 y rosa 3. Como no llegan al 3%, el naranja y el rosa quedan excluidos. El resto, los dividimos en 1, 2, 3, 4 y 5. Los mayores resultados serían, en orden decreciente: 100 (partido azul, 100/1), 80 (partido rojo, 80/1), 70 (partido morado, 70/1), 50 (partido azul, 50/2) y 40 (partido rojo, 80/2). Debajo de este párrafo tenemos una ilustración que ayuda a aclarar el concepto. Bien, debido a la influencia de los votos en blanco, y la distorsión en el reparto, los partidos minoritarios son perjudicados mediante esta ley. ¿Por qué esta ley fomenta el bipartidismo? Porque, en la mayoría de ocasiones, impide la consolidación de un tercer partido que haga de moderador. Y no sólo eso, favorece a los partidos nacionalistas, haciendo que habitualmente sean la única alternativa para pactar de los dos grandes partidos.
El voto in-útil
Tras lo argumentado, parecería lógico votar siempre a uno de los partidos mayoritarios, Partido Popular o Partido Socialista Obrero Español. Pero es que la cosa es un poco más complicada. En muchas ocasiones, estos dos partidos no han animado a hacer un “voto útil”. Tras comprender la ley D’Hondt, los partidos minoritarios parece que no tienen capacidad, por lo tanto, lo “útil” parecería votar a uno de los grandes partidos (dependiendo del que nos cause mayor simpatía) o abstenerse. Habitualmente, el PSOE ha reclamado a los votantes de Izquierda Unida el “voto útil”, argumentando que así se concentraría el voto de la izquierda contra la derecha del PP. Actualmente, semejante argumentario lo vemos en el PP, pidiendo el voto de Ciudadanos a favor del “voto útil”. Pero, en algunas situaciones, este “voto útil”, puede convertirse en algo contraproducente, en un “voto inútil”. Un buen ejemplo de esto, lo encontramos en las elecciones de 2004, cuando nos fijamos en la circunscripción de Córdoba, donde se eligen a 7 diputados. Los resultados fueron: 246.324 votos para el PSOE, 166.665 votos para el PP y 47.908 votos para IU. Esto dio 4 escaños para el PSOE y 3 escaños para el PP. Si IU hubiese mantenido el número de votantes, restándole 7.647 al PSOE, el resultado hubiese sido: 4 escaños para el PSOE, 2 para el PP y 1 para IU. La concentración de votos en el PSOE favoreció al PP. Algunas mentes mal pensantes dirían que en realidad el PSOE busca la mayoría absoluta o una mayoría suficiente para depender tan sólo del apoyo de los partidos nacionalistas (habitualmente situados a la derecha) y así poder seguir con políticas neoliberales en lugar de depender del giro a la izquierda al que le obligarían otros partidos. Pero esto entra en el campo de la opinión y no de los hechos demostrables.
Voto en blanco, abstención y voto nulo
Por último, no podemos dejar de hablar, cuando el tema son las elecciones, de las diferencias, en ocasiones mal entendidas, entre el voto en blanco, el voto nulo y la abstención. El voto en blanco es cuando en la urna se introduce el sobre vacío. Este voto no se suma a ningún escaño, pero se contabiliza, haciendo que las candidaturas necesiten más votos para conseguir un escaño. Esto perjudica claramente a las candidaturas minoritarias, haciendo que puedan no llegar al 3% de votos necesarios para conseguir un escaño. El voto nulo es cuando se incluye en el sobre una papleta no oficial, varias papeletas, fragmentos, objetos extraños, tachaduras, etc. Estos votos no computan y no favorecen ni perjudican al resto de candidaturas, sólo sirve para realizar estadísticas. La abstención se da cuando el votante decide no ejercer su derecho al voto. Tiene el mismo valor que un voto nulo, no se contabiliza y no favorece ni perjudica al resto de candidaturas; cuenta en estadísticas y, como mucho, puede servir para medir el interés o desinterés de la sociedad. En ocasiones se dice que el voto nulo o en blanco es un voto protesta, pero como hemos visto, ambos (al igual que la abstención) favorecen a los partidos mayoritarios. Con lo cual, el único “voto de castigo” es el voto dirigido a otras candidaturas (aunque sean minoritarias). Se suele decir también que la abstención perjudica a la izquierda, porque la derecha siempre vota, pero lo real es que la abstención se da en la extrema izquierda, anarquistas, la extrema derecha, contrarios al régimen democrático, y el centro (que no saben a quién votar, o simplemente consideran la política algo que les es ajeno). Por lo tanto, lo que pasa es que la izquierda considera que, por ser la mayor parte de la población de clase media (y entienden que deberían ser votantes de izquierda) debería votar a la izquierda. La abstención en España, en Elecciones generales, se mueve entre el 20% (en 1982) y el 30% (en el 2000 o el 2011). En Elecciones municipales este porcentaje aumenta ligeramente, y aumenta muchísimo más si hablamos de Elecciones europeas.